PRESENTACIÓN.

BIENVENIDOS, AMIGOS Y POTENCIALES HEDONISTAS.

Agradeciendo su curiosidad, aprovecho para comentarles que el leitmotiv de este blog no pretende ser otro que compartir mi afición por la buena cocina. Sencilla pero, al mismo tiempo, original y espontánea, donde la estética vaya pareja al sabor y cada receta, sincera en su origen, se convierta en algo propio y querido.

Igualmente, no podría faltar en este rincón culinario una parte fundamental en la vida de todo sibarita impenitente: el descubrimiento, opinión y crítica de cualquier establecimiento gastronómico de interés que, a lo largo de nuestra vasta geografía, pueda servir de orientación a los peregrinos de la buena mesa.

Así pues, y sin más preámbulos, les invito a colaborar compartiendo experiencias, dejándose aconsejar o, simplemente, entreteniéndose con las palabras se se cuecen en este sabroso foro... Eso sí, siempre con dispensa de gula.

Un saludo. Sr Lobo.

lunes, 29 de agosto de 2011

Tartar de atún con guacamole..., un entrante espectacular

Salve, atentos y fieles lectores.

Para no dejar pasar mucho tiempo entre post y post, voy a redactarles una recetilla rápida, de las "resuelve-problemas", cuyas fotos tuve la precaución de tomar la última vez que la preparé.
Se trata de un sabroso y fresco tartar en su versión más deliciosa: la del atún.

El tartar, como sabrán la mayoría de ustedes, es un plato de procedencia foránea, según parece de la zona más oriental de Europa (dicen que el origen estaba en las estepas rusas, donde los tártaros maceraban la carne cruda bajo sus monturas para ablandarla), pero que empieza a popularizarse realmente en Francia, en el S. XIX, como "steak-tartar" -Verne es el primero en nombrarlo, en su novela “Miguel Strogoff”-.

Por influencia asiática, el original de buey o ternera se extiende -con algunas diferencias, claro está- a los productos del mar ya que, al ser un plato frío y crudo, es muy dado a mariscos y pescados, especialmente azules (atún, salmón, bonito...) por su sabor y textura grasa. Así, un buen lomo de atún rojo, ventresca, morrillo o similar, es espectacular para este plato y, huelga de decir, que cuanto más fresco mejor.
En el caso que nos ocupa, se acompaña con aguacate, cuya consistencia mantecosa es un complemento ideal para este tipo de pescado. Así que, para aquellos que aún no lo hayan probado o para los que, tras probarlo, se hayan vuelto adictos (como le pasó a mi amiga Lola, a quien le dedico esta entrada) aquí les dejo la receta, por otro lado sencilla y rápida de elaborar.

Ya ven que, por sus características, lo más importante es una materia prima de calidad. Yo utilicé un solomillo de atún, de tamaño variable en función de la cantidad que queramos preparar (hay que tener en cuenta que el plato multiplicará su volumen con el resto de ingredientes).


Para empezar, cortaremos el atún en cubitos pequeños -de manera que sea agradable de comer pero no se apelmace- procurando no machacarlo en el proceso pues se formaría una masa indeseable. A continuación, en un bol amplio, lo mezclamos con una o media cebolleta finamente picada (dependiendo del volumen de atún y del tamaño de éstas) y una buena cantidad de semillas de sésamo tostado -blanco y negro-, que le dará el punto crujiente a todo el conjunto (el sésamo blanco es fácil de encontrar en los productos de dietética de cualquier súper o en muchos mercados, mientras que el negro, si les cuesta más, lo tendrán siempre en tiendas de alimentación asiáticas).


A parte, preparamos el "aderezo" con aceite de oliva, jengibre, aceite de sésamo, soja, wasabi (pasta de rábano picante) y, optativamente, un poco de zumo de lima.
La proporción sería , aproximadamente, una cucharada sopera de aceite de sésamo, dos de oliva, tres de soja, una punta de wasabi (según el gusto), un pelín de jengibre rallado y un chorreoncito limpio de lima o limón -lo cual, evidentemente, tendrán que adaptar en proporción a la cantidad de tartar que quieran preparar-. Salpimentamos y arreando.


No se me asusten aún, cobardes proyectos de pinches, que estos ingredientes son más comunes de lo que parece en cualquier supermercado medianito. No obstante, se puede prescindir del aceite de sésamo y del jengibre, sustituyendo el wasabi por otra salsa picante como mostaza o similar.
Esta especie de "vinagreta" la mezclan en el bol con el atún y la cebolleta, moviéndolo todo bien para que se impregne y absorba el sabor. 


Pues ya está lo más importante. Se deja tapado con un papel film en el frigorífico, a la espera de acabar con el resto de la receta -no es necesario que macere el pescado, pues si el atún es de buena calidad es mejor comerlo lo más fresco posible-. El aliño es más para darle sabor que para cocinarlo (no es un ceviche), pero sí es mejor prepararlo al principio para que vaya asentándose mientras se hace lo demás.


Y ahora elaboramos la parte del aguacate, que irá en "guacamole" (tradicional receta mexicana que consta de tomate, cebolleta, cilantro, lima y, obviamente, aguacate). Sin embargo, el guacamole no lo batiremos ya que, en tal caso, la textura resultaría demasiado cremosa, diluyéndose aún más por el agua del tomate, y fastidiándose la presentación al no ser lo suficientemente compacta para soportar el tartar encima.
Así pues, el tomate lo troceamos en daditos, escurriéndolo, y haremos con el aguacate otro tanto, mezclándolo todo con un poco más de cebolleta picada y un pelín de cilantro -sin pasarnos o predominará-. En este punto, yo añado al guacamole unos cuantos tomates secos bien picaditos, lo que le dará un toque sofisticado en sabor y textura e, igualmente, un poco de "surimi" (sucedáneo de cangrejo) que aligerará y refrescará el mismo. Finalmente, regamos con un chorreoncito de lima -que, además de facilitar la mezcla, evitará que se oxide el aguacate- y movemos todo, machacándolo un poco con el tenedor, hasta conseguir una masa más o menos sólida pero sin triturar. Es decir, al masticar se tienen que notar todos los ingredientes por separado. Rectificamos de sal y listo.


Una vez preparado el guacamole ponemos una base generosa de éste en un molde y acabamos de rellenarlo con el tartar (más o menos la mitad de cada), de modo que tendremos dos capas perfectamente diferenciadas. Por último, le podemos dar una nota de color con un poco de hueva roja (salmón, trucha o micronizado), decoramos con cebollino picado encima y desmoldamos.

El emplatado quedará de escándalo -con sus colores y texturas-, pero el gusto es aún mejor. Atún y aguacate se equilibran en sabor, complementándose y acompañándose; el cebollino y el sésamo le dan un punto crujiente muy agradable, y el ligero sabor picante realza el pescado crudo proporcionando frescor.


A pesar de su contundencia, es un plato ligero que se come muy fácil, pudiéndose maridar con un vino fresco y espumoso (champagne, cava…), un blanco con cuerpo o un tinto joven, de maceración carbónica, incluso, con algo de roble. En definitiva, cualquier cosa que refresque.
Para mi gusto un buen cava rosado de "pinot noir" (como el Summaroca o, incluso, el Codorniù) es el acompañante perfecto.

Pues nada amigos, que ahí llevan otra..., facile e divertente… Les aseguro que no tardarán más de media hora en sorprender y sorprenderse… Éxito asegurado.

Cómanme bien y no se me pierdan… Y a ver si alguno se decide a preparar algo y comentarlo, que me tienen ya un poco mosqueado… pecadores.

Sr. Lobo.

viernes, 19 de agosto de 2011

“MESSINA”, La próxima estrella.

Vamos que nos vamos…

Sólo tengo que ponerme amigos… y les van a llover recetas. Hay varias esperando su turno. A ver si termino de ilustrarlas y van saliendo...

Mientras tanto, para que luego no se me quejen del tiempo que les hago esperar, vamos a ir tirando de las nuevas etiquetas y a engordar un poco nuestra olvidada sección de crítica gastronómica, recomendándoles un restaurante cuyas alabanzas, muchos de ustedes, seguro que me han oído cantar alguna vez.
Así pues, como digno depositario de este gaudeamus culinario que es nuestro “Sitio” paso, sin más adornos, a hablarles de semejante templo del placer.

Antes de nada, se hace necesario apuntar lo gratificante que resulta, por no decir un alivio, comprobar que aún se conservan, entre esta marea de establecimientos mediocres o sencillamente malos, algunos restaurantes que le hacen a uno reconciliarse con la buena gastronomía y la hostelería eficiente. Uno de los ejemplos más sobresalientes, por su constancia durante la última década en Marbella, es, a mi parecer, el restaurante "Messina".

Desde que lo descubrí he constatado que, lejos de perder ninguna de las cualidades que me sorprendieron la primera vez que lo visité, ha ido mejorando cada año; manteniendo la calidad de los productos, actualizando su carta con sinceridad -lejos de "aspavientos" gratuitos- y conservando un servicio impecable, producto de una acertada selección y formación del personal que compensa los vaivenes naturales de todo comedor.

Este local, que se deja entrever en los bajos del edificio Puerta de Marbella, se insinúa a través de unos ventanales cubiertos por sutiles visillos que apenas ocultan el interior, proporcionando un equilibrio justo de privacidad y desahogo. Pero es al traspasar su puerta cuando empezamos a sentir la verdadera atmósfera de este fino establecimiento. Un salón diáfano y elegante, con mesas bien dispuestas, ocupan el espacio justo y necesario para que sus ocupantes se sientan, durante varias horas, dueños y señores de él. El mobiliario, moderno pero discreto, es cómodo y elegante, con personalidad suficiente para no dejarse llevar por el snobismo que últimamente unifica las modas convirtiendo tantos locales en auténticas franquicias; y el ambiente, tranquilo y relajado, se deja acompañar por una música ambiental tímidamente rota por el tintinear de cubiertos y la charla moderada de los comensales.

Sus dueños, Pía en la sala y Mauricio en la cocina, son los encargados de que nuestras expectativas, en tan favorable predisposición, se vean satisfechas y ampliadas a medida que transcurre la velada. La profesionalidad de Pía, mâitre por sentido común, es natural y diligente. Agradable por naturaleza, informa y aconseja reflejando la justa medida de un jefe de sala, a veces tan proclive a los extremos. Mauricio, por su parte, discreto como deben ser los buenos chefs, delega todo el protagonismo en sus platos, cuidando cada uno como si fuera el único, por lo que, además de acertar siempre con el punto de cocina, restituye al término “autor” (tan explotado en los últimos tiempos) todo su sentido.

En cuanto a la carta, es ésta internacional y cosmopolita, variando según la temporada, y donde discretas alusiones orientales conviven con una cocina eminentemente mediterránea. No obstante, como buenos argentinos, sus propietarios mantienen siempre en ella magníficas y delicadas pastas y excelentes cortes de carnes, la cual, como no podría ser de otra forma, es de primerísima calidad.

La velada comienza como debería ser en cualquier restaurante de esta categoría (pero que, desgraciadamente -y puedo dar fe de ello- no siempre es así), con unos aperitivos, que en el caso de la Messina son tan sabrosos como originales y generosos.

Los entrantes, bien elaborados y variados, pueden combinarse con primeros platos para compartir, como el rabo de toro desmigado en puré de patata y trufa negra, el arroz meloso con marisco y queso de cabra rondeño o los siempre excelentes sorrentinos rellenos de langostinos en salsa de mango, cilantro y leche de coco. Aunque les recomiendo que dejen espacio para disfrutar de unos principales en los que, a pesar de renovarse a menudo, siempre es difícil elegir entre la carne o el pescado. La lubina salvaje o el pescado del día con tirabeques (vainas de habichuelas verdes al “dente”) -que en mi última incursión fue perca con su piel crujiente- y otros manjares que mi precaria memoria no ha logrado retener, rivalizan con una pluma ibérica sorprendentemente poco hecha (acompañada de una espectacular quinoa socarrada) de una fineza y sabor como nunca he probado en el cerdo; un chivo guisado y acompañado de sus mollejas, de infinita delicadeza; o unos pichones de Bresse elaborado en sus propios higaditos, que despertará la adicción del más reticente a este tipo de aves.

Por otro lado su bodega, adecuada en variedad nacional con algunos apuntes autóctonos, se complementa con variadas referencias extranjeras, donde no faltan, igualmente, escuetas pero acertadas marcas del nuevo continente. No obstante, a pesar de cumplir con creces en extensión, quizás se eche en falta una mayor renovación y presencia, especialmente de nuevos vinos o bodegas, por lo general de corta crianza, menos conocidos y, por ende, bien equilibrados y proporcionados.

Por lo demás, los postres, siguiendo la línea anterior, son justos en número y excelentes en calidad y elaboración, con un estupendo tiramisú (como no podría ser de otra forma) o un chocolate fundente de primorosa preparación, disponiendo de algunos vinos dulces para copear, acertados y variados.

En definitiva, Messina es un gran restaurante, todavía -en cierto modo- desconocido por la gran crítica, pero que no tardará mucho, créanme, en llamar la atención de las principales guías. Por lo que aprovechen y disfruten de él, ya que aún pueden probar verdadera “alta cocina” a un precio increíblemente proporcionado (aproximadamente unos 45€ “per testa”), pues les puedo asegurar que a este nivel se suele pagar el doble.

Sr. Lobo.

Relación Calidad-precio: Excelente*

*Para esta estimación se tiene en cuenta no sólo el precio, sino su correspondencia con la calidad de la comida, el cuidado del entorno, el servicio ofrecido y la elaboración de los platos.

sábado, 13 de agosto de 2011

Arroz negro "venere" con crema de calabacines y gambas

Hola de nuevo, circunspectos y reservados seguidores.

Ante el gran éxito de visitas y comentarios cosechados por el último post, me he dado cuenta que no puedo seguir lacerándoles con el látigo de la incuria, de modo que, a pesar de la acostumbrada desidia estival que termina hurtándome el tiempo necesario para dedicarles, haré un particular esfuerzo por mantenerles contentos y con el apetito cargado.

Así pues, mientras me decido a cocinar algunos platos cuya ausencia de fotos es el único motivo de su tardía publicación -y como también ocurre lo contrario, es decir, que hay fotos de recetas que carecen todavía de redacción- voy a entretenerles, compensando este último caso, con una interesante aportación que seguro les resultará, cuanto menos, curiosa.

Se trata de un tipo de arroz que descubrí no hace mucho y que, según he podido deducir, sigue siendo desconocido en la mayoría de las cocinas domésticas. Me refiero al arroz negro, o arroz “venere”, que se da particularmente en Italia, en la llanura Padana, y cuyo nombre deriva de considerarse un producto, en cierto modo, afrodisíaco (Venere o Venus, es la diosa romana del amor), aunque esto último la mayoría de ustedes, más salidos que el pico de una plancha, no es que lo necesiten especialmente.
En cualquier caso, lo interesante de este producto es su extraordinario sabor y textura, además del óptimo acompañamiento que resulta en infinidad de platos, sobretodo de pescados y mariscos.


El arroz negro o “venere”, parece ser que tiene su origen en China, donde era muy apreciado, formando parte de los manjares reservados exclusivamente a los emperadores. Posteriormente pasa a Italia (no sé si Marco Polo tuvo algo que ver, pero ahí queda el apunte), donde se empieza a cultivar para su consumo y exportación.

La particularidad de este arroz -además de ser negro por apariencia propia y no producto de la tinta del calamar- es el tipo de grano, entre largo y redondo, parecido al arroz salvaje pero más ovalado y de una consistencia dura y fibrosa que lo hace muy resistente a la hidratación, cualidad importante pues raramente “se pasa” y aguanta muy bien una vez cocinado. En él está muy presente el cereal pues, siendo integral, el sabor es agradable y especiado, con una textura densa y compacta. Todo esto hace que sea muy diferente a los demás arroces lo que, junto a su color, negro como el sobaco de un grillo antes de cocer y algo más cobrizo después, lo hace bastante singular.

Bien pues, como decía, es un arroz que acompaña muy bien al pescado, lo cual podrán comprobar cuando pongan en práctica la receta que les expongo a continuación.


Los calabacines y las gambas siempre se han complementado bien y, probablemente, no falten platos con esta simbiosis (de hecho, una conocida marca que comercializa este arroz lo recomienda en su caja), pero yo he preferido hermanarlas en íntima solución. Es decir, obteniendo una salsa o crema homogénea cuyos sabores, sin embargo, se distinguirán a la perfección realzándose mutuamente.
Por otro lado, el arroz irá bien acompañado, siendo los ingredientes utilizados la escalonia (chalota o echalote); el ajo; un calamar; gambas frescas y unas buenas almejas.




Antes de nada, como ya he comentado más de una vez, utilizaremos para hervirlo un buen caldo de pescado y marisco que ya tengamos congelado, o bien aprovechando las cabezas y cáscaras de las gambas y gambones que usaremos en esta receta (así como parte de ellas que irán cocidas), incluyendo en su elaboración, si es posible, unos huesos de rape o similar. Este caldo, importantísimo, contribuirá a proporcionarle el sabor marinero al arroz, reservando siempre un poco de él para aligerar salsas y “refrescar” refritos.


A continuación picamos finamente unas chalotas o escalonias -tres o cuatro, dependiendo del tamaño- y otro tanto de dientes de ajo, poniendo la mitad de todo ello a pochar en una sartén con aceite de oliva (la otra mitad la reservaremos para el arroz) 
Una vez dorados, rehogamos los calabacines pelados y cortados en dados pequeños, añadiendo -cuando ya estén casi hechos- las colas de las gambas crudas (previamente habremos apartado unas pocas para cocerlas en el caldo) y una pizca de sal y pimienta. Refrescamos el conjunto con un poco de foumet de pescado y, cuando reduzca, lo pasamos al vaso de la “túrmix”… "Traca-trá, traca-trá…" Bien triturado, echando algo más del caldo reservado de la cocción para aligerar la crema. Luego lo pasamos por el “chino”, rectificamos de sal y pimienta, y conservamos. Debe quedar una crema consistente pero fluida, sin ningún tropezón.


Tras elaborar la crema, pondremos el calamar, limpio y troceado muy pequeño (pues esto le dará un punto crujiente, muy interesante, al arroz), junto con la mitad de la "picada" de escalonia y ajo que habíamos apartado, salteándolo todo con un buen chorreón de aceite.
Aparte, en otra sartén o cazo, ponemos a fuego fuerte las almejas, con unas gotas del caldo, tapándolas para que se abran al vapor y, así, aprovechar el líquido que suelten y que, posteriormente, añadiremos también al arroz.


Mientras hacemos todo esto, el arroz ya habrá cocido. Estaremos atentos para que no se pase, aunque ya les digo que en este caso es más difícil, ya que el "venere" necesita mayor tiempo que un arroz normal, unos veinte minutos más o menos (lo vamos probando).
Verán como el agua de la cocción queda totalmente negra, pues el cereal suelta gran cantidad de pigmento, y, cuando ya esté blandito -aunque tengan en cuenta que conservará la dureza del grano entero, no como otros- lo sacamos y colamos para, inmediatamente, rehogarlo en la sartén junto al refrito de chalotas, ajo y calamar; añadiéndoles el resto de las gambas cocidas (picadas muy finas), las almejas desnudas y el caldo de éstas para refrescar todo el conjunto. Un poco de sal y fuera.


Pues ya tenemos prácticamente la receta. Ahora solo falta el toque final.
En otra sartén o plancha ponemos uno o dos gambones, enteros y sin pelar, con sal gorda y unas gotas de aceite. Una vez asados los pelamos, conservando la cabeza y el extremo de la cola -esto último por estética-, cuidando de no decapitarlos, pues será el broche que rematará el plato.


Y ahora, como a muchos de ustedes, ya sólo falta montar...

Lo primero es, en el plato elegido -que debe ser hondo y no muy espacioso- poner dos o tres cucharadas de la crema de calabacines y gambas. Debe quedar, al menos, como un centímetro de espesor, intentando no manchar el resto del plato.


A continuación, con un molde redondo (o bien un vaso chato, de los de vino) colocado en el plato, encima de la salsa, vamos poniendo el arroz, mezclado con la escalonia, el ajo, el calamar, las gambas y las almejas; rellenando y apretando bien para que conserve la forma y así, al desmoldar (con mucho cuidado), no se fastidie toda la presentación..


Por último, disponemos el gambón -pelado y con su cabeza- encima del arroz y decoramos con cebollino picado, pudiendo también darle un toquecito de color con hueva roja (micronizado, lumpo, trucha o salmón) y, ¡voilà!... plato acabado.
Les dará pena comérselo… O no, la verdad… Está de muerte. El arroz queda durito y crujiente gracias al calamar y las gambas picaditas. Las almejas le dan un toque gelatinoso y salobre; el sabor “amaderado” del arroz (con retrogusto a pescado) y las verduras y el marisco de la salsa, suavizan el conjunto resultando una mezcla excepcional que embarga los sentidos.

Para acompañar, que mejor que un buen Champagne -el “Louis Roderer”, Brut Premier, de la última “Cena anual” (hace tan solo unos días) es una auténtica pasada, sorprendiendo por el sabor maduro de su uva, más golosa de lo normal-. O un buen blanco, con cuerpo, como el Chardonnay “Albet i Noya” 2010 del Penedes, por ser el último probado; e incluso un buen y fresco rosado (el de “los Bujeos”, de Ronda, es una explosión de fruta roja) son las opciones ideales para este plato, apto para cualquier época del año, ligero y a la vez contundente en sabor…

En fin, amigos, que si ya son perezosos para escribir no lo sean también para comer bien…, pues sugerencias no les faltan… Aprovechen la “dispensa” y pequen de gula…, pero háganlo con propiedad, como el Sr. Lobo manda.

Un saludo, y hasta la próxima e inminente entrada.

Sr. Lobo.