PRESENTACIÓN.

BIENVENIDOS, AMIGOS Y POTENCIALES HEDONISTAS.

Agradeciendo su curiosidad, aprovecho para comentarles que el leitmotiv de este blog no pretende ser otro que compartir mi afición por la buena cocina. Sencilla pero, al mismo tiempo, original y espontánea, donde la estética vaya pareja al sabor y cada receta, sincera en su origen, se convierta en algo propio y querido.

Igualmente, no podría faltar en este rincón culinario una parte fundamental en la vida de todo sibarita impenitente: el descubrimiento, opinión y crítica de cualquier establecimiento gastronómico de interés que, a lo largo de nuestra vasta geografía, pueda servir de orientación a los peregrinos de la buena mesa.

Así pues, y sin más preámbulos, les invito a colaborar compartiendo experiencias, dejándose aconsejar o, simplemente, entreteniéndose con las palabras se se cuecen en este sabroso foro... Eso sí, siempre con dispensa de gula.

Un saludo. Sr Lobo.

jueves, 19 de agosto de 2010

Edamame, la nueva golosina.

Hola amigos.

Tras una semana y pico de parón por causas diversas, vuelvo a retomar la empresa con una sugerencia, algo rara pero tan simple como deliciosa: el "edamame" o habas de soja japonesas.
Sé lo que estarán pensando: "esas cosas exóticas son difíciles de encontrar donde yo vivo, ¿donde voy a comprar esto?, son cosas muy especializadas, etc.". No obstante, déjenme decirles que yo, tras mucho buscarlo por diversos sitios (tiendas gourmets, comida oriental, Corte Inglés...) lo encontré de casualidad en el "Chino" debajo de casa, en la nevera de los congelados.


Pero antes hablaremos un poco de ello. Descubrí el edamame hace años, y es bastante normal encontrarlo en restaurantes japoneses (los de verdad, no las frecuentes imitaciones o "reconversiones") donde a veces lo ponen sólo como aperitivo y otras aparece específicamente en la carta. Se trata de unas pequeñas vainas parecidas a las judías o habichuelas verdes en tamaño y a las tradicionales habas en forma, y cuyo interior alberga de tres a cuatro frutos, parecidos a los guisantes pero ovales, con un sabor tan suave como adictivo.


Los "japos" las ponen cocidas o al vapor, pero he llegado a probarlas incluso a la brasa. Se comen como si fueran altramuces, mordiendo la vaina para sacar el haba y verdaderamente les digo que cuando se empieza ya no se puede parar.

La forma más sencilla de prepararlas es hervidas en agua con sal. Se pone a calentar abundante agua en una olla o cacerola hasta que empiece a bullir, momento en el que se introducen las habas, dependiendo el tiempo de cocción de si están o no congeladas (deben quedar bien "al dente"). Lo ideal, en el primer caso, es descongelarlas antes en el frigorífico, en este caso se mantendrán en agua hirviendo no más de tres o cuatro minutos (cuando la verdura empiece a desprender olor faltará un minuto o dos). Importantísimo es tener previamente preparado un bol con agua y hielo, al que le habremos echado, igualmente, bastante sal para que no las dejen sosas. Esto servirá para cortar la cocción y que queden duritas, al tiempo que adquieren un verde más intenso. Así pues, una vez escurran, inmediatamente las introducimos en el agua helada. Será entonces cuando tomen su sabor característico.
Para su presentación, se colocan en un plato hondo o cuenco e, igualmente, le añadimos un generoso puñado de sal (fina o media) de manera que, al llevárnoslas a la boca para sacar las habas, se mezclen con ésta. En templado son deliciosas, pero pueden cocerse con antelación y servirse frías sin desmerecer un ápice.

En resumen, si van a algún japonés no duden en pedirlas y si las encuentran, abastezcan su congelador de ellas pues será el aperitivo perfecto para sorprender al más exigente comensal. Se las comerán como pipas..., no olviden que tenemos dispensa de gula.


Un saludo. Sr. Lobo.

martes, 10 de agosto de 2010

Un clásico retocado para abrir boca: Provoleta con tomate a la plancha y balsámico

La Provoleta, un clásico “entrante” italo-argentino (no olvidemos las claras influencias transalpinas en esas tierras americanas), es ya bastante conocido por estas latitudes pero, hace apenas diez años, era ignoto fuera de cualquier buen restaurante gaucho.

Se trata, para aquellos despistados que aún no les suene, de un queso graso, tipo “cuajo”, de origen italiano llamado Provolone, que suele venderse al corte, aunque ya se han comercializado porciones envasadas al vacío (recomiendo lo primero por la elección del grosor) y, si lo encuentran ahumado, el resultado es inmejorable.
Su consistencia permite calentarlo y cocinarlo, prefiriendo los argentinos hacerlo a la parrilla como entremés previo a sus “carnacas” (algo ligerito vamos). Sin embargo, la versión más doméstica -y yo la prefiero en textura y sabor- tira del horno, ideal además por la limpieza y la comodidad.

No sería necesario decir que precisa de un recipiente circular, que encorsete el queso para que éste no se deforme y se convierta en algo parecido a una lámina de mozarella, para lo cual son útiles los cuenquecitos de barro tradicionales de las gambas al pil-pil, aunque yo les aconsejo, por ser más inocuo, uno de cristal resistente al calor o cerámica (el diámetro suele andar entre los 10 o 12 cm.).

Bien, hasta aquí nada nuevo. Se suele espolvorear con orégano picado y meter en el horno unos 15 o 20 minutos, dependiendo del grosor y la potencia, y siempre supervisándolo… Pero yo he ido añadiendo progresivamente otros ingredientes que han derivado en una nueva versión tan simple como mejorada:
Es evidente que, a pesar de ser muy sabroso, el provolone es un queso bastante pesado, que puede llegar a “empalagar”, por eso aconsejo que no sea muy grueso (la mitad de los que venden ya cortados), pero sobretodo compensar esa “pesadez” y sabor intenso con algo que lo aligere.

Así pues, después de un progresivo proceso evolutivo, he llegado a la conclusión que la acidez y frescura del tomate equilibra la recia y grasa textura de este tipo de queso fuerte. Sin embargo, el tomate tal cual, empañaría el sabor humedeciéndolo sin necesidad y pasando además desapercibido, por lo que lo ideal es cocinar el tomate con un golpe prolongado de plancha. De esta forma, las rodajas, firmes y de consistencia compacta -tomate duro, verde, carnoso- (para que no se deshaga), irán deshidratándose y caramelizando, cambiando completamente su sabor hacia un toque más dulce, y cuando éstas ya oscurezcan y reblandezcan –hay que evitar que se peguen-, se sacarán con una pala intentando que no se rompan (aunque esto, al fundirse posteriormente con el queso, no es verdaderamente importante), colocándolas como “lecho” en el recipiente donde a continuación se pondrá el provolone, que al calentarse cubrirá toda esta base.

Previamente habremos hidratado en agua (10 minutos fría / 5 minutos caliente), tres o cuatro tomates cherry secos, de manera que no queden tan duros y puedan cortarse con facilidad, picándolos finamente. Dispondremos el tomate seco picado por encima del provolone, un discreto chorreoncito de aceite (no hay que olvidar que el queso ya es muy graso) para que gratine mejor y, a continuación, abundante orégano, que se adherirá con facilidad gracias a las gotas de aceite.
Ya emplatado, sólo falta introducirlo en el horno unos 15 o 20 minutos a fuego fuerte, dejando los últimos cinco minutos de aire o grill, y vigilándolo hasta que veamos que se empieza a dorar por los bordes (el queso “bulle” y el tomate seco y el orégano se oscurecen), sin temor a que se queme. Es mejor que esté bien pasado a que quede poco hecho.
Cuando lo saquemos -cuidado con las manitas imprudentes e impacientes “gulosos”- esperaremos a que enfríe un poco para que endurezca algo y no esté tan gomoso, así podremos trincharlo con comodidad (una vez concluida esta fase incluso se puede desplatar y cortar tipo pizza) y, sobretodo, evitaremos quemarnos…, que ya lo advertí, zoquetes.

Por último, no olvidar el toque final, tan discreto como importante: un chorreón de un buen “aceto” balsámico (vinagre de Módena). Importantísimo que sea lo suficientemente espeso –envejecido- para que el chorreón quede compacto, como caramelo (en una certera circunferencia), y no inunde y arruine todo el queso. Esto maridará perfectamente con el rigor recio del provolone, el sabor especiado del tomate a la plancha y el “amargor” del seco ya horneado, equilibrando con su acidez y dulzor todo el conjunto.

Ahora ya sí…, pueden descorchar un buen tinto joven, vigoroso y con cuerpo, incluso con algo de barrica o crianza, que acompañará perfectamente este, dependiendo del momento, aperitivo o plato único. Como entrante o tapa es excepcional, a la vez que cómodo, en una celebración, o como capricho personal (excusa perfecta para abrir un buen vino) en una cena cotidiana.
En fin, les aseguro que se tarda más en redactar este post que en cocinar este plato, aunque espero que inviertan aún más tiempo en comerlo, requisito fundamental para el deleite de los buenos gourmands. Y no olviden que tenemos dispensa de gula.

Un saludo. Sr. Lobo.