PRESENTACIÓN.

BIENVENIDOS, AMIGOS Y POTENCIALES HEDONISTAS.

Agradeciendo su curiosidad, aprovecho para comentarles que el leitmotiv de este blog no pretende ser otro que compartir mi afición por la buena cocina. Sencilla pero, al mismo tiempo, original y espontánea, donde la estética vaya pareja al sabor y cada receta, sincera en su origen, se convierta en algo propio y querido.

Igualmente, no podría faltar en este rincón culinario una parte fundamental en la vida de todo sibarita impenitente: el descubrimiento, opinión y crítica de cualquier establecimiento gastronómico de interés que, a lo largo de nuestra vasta geografía, pueda servir de orientación a los peregrinos de la buena mesa.

Así pues, y sin más preámbulos, les invito a colaborar compartiendo experiencias, dejándose aconsejar o, simplemente, entreteniéndose con las palabras se se cuecen en este sabroso foro... Eso sí, siempre con dispensa de gula.

Un saludo. Sr Lobo.

jueves, 26 de mayo de 2011

El paraíso perdido y licencia para elucubrar.

Hola amigos y discretos seguidores.

Para no seguir tanto tiempo en barbecho mientras se edita la siguiente receta -que les conozco y me pierden el interés- voy a colgarles un articulillo gastronómico que me publicaron hace poco en un periódico local y que, a pesar de centrarse en un ámbito geográfico específico, podría extenderse a cualquier ciudad de este bendito y puñetero país, por lo que creo que todos pueden sentirse identificados.
Por otro lado, al no ser verdaderamente una crítica concreta de un lugar, pienso que no tendría cabida en "El Sitio", además de que en breve publicaré en esta sección una bonita y merecida entrada, por lo que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid (donde, por cierto, hacen muy buenos pinchos), voy a crear, cual Dios "bloguiano", un nuevo apéndice en el apartado "CRÍTICAS" que recogerá diversas reflexiones sobre el mundo gastronómico y en el cual les invito a participar. 
Así pues, procedemos de inmediato a inaugurar la sección "El elucubratorio" que suena como a experimentos de Adrià, lo que le da un toquecito sofisticado que le viene muy bien.

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El Paraíso perdido

Bajo este título que alude al gran clásico de Milton, me gustaría hacer una reflexión que tiene tanto que ver con la gastronomía, como con la ética y la profesionalidad.

Por cuestiones de trabajo, vivo intermitentemente en Marbella desde hace 9 años, y en este tiempo la he llegado a amar y a odiar como sólo puede hacerse con algo cuando existe querencia y sincero afecto por ello.
Y es que, amén de sus virtudes por todos conocidas (clima, ambiente, infraestructura turística, etc.), una de las cosas más satisfactorias que me regalaba esta ciudad, especialmente para sibaritas impenitentes como yo, era la gran oferta gastronómica de la que siempre ha hecho gala, variada, cosmopolita y, normalmente, de calidad.

Aún hoy, a pesar de la infame y pertinaz crisis (aquí agravada por la corrupción), se conservan todavía emblemáticos y clásicos restaurantes que mantienen su excelencia contra viento y marea. Sin embargo es evidente, y lo digo con todo pesar, que la cosa ya no es lo que era. Cuando años atrás, la ingente cantidad de locales de restauración hacía que los malos o mediocres pasaran desapercibidos -advertidos solo por el guiri gañán o el analfabeto culinario-, ahora las tornas han cambiado, invirtiéndose el orden y destacando los buenos por su escasez.

El problema se plantea cuando, tras el cerrojazo o traspaso de estupendos y equilibrados locales, otros han ido surgiendo sin demasiado criterio o conocimiento del negocio. Esto no sería de extrañar, ni mucho menos criticar, si no fuera por la cantidad de establecimientos nuevos y nefastos que proliferan en los últimos años, y que hacen tanto daño al consumidor como a la ciudad y a su gastronomía. Sólo en los últimos meses he estado en una decena de sitios, a cual más caro, que, en el mejor de los casos ha hecho que me marche con la duda de volver a repetir. Pero tampoco los baratos, por serlos, escapan a la ignominia.

No sé si esta falta de profesionalidad y visión se basa en el intento de optimización de un consumo exangüe y marcado por la estacionalidad, pero no creo que sirva ni siquiera de excusa, pues es inexplicable e inadmisible, por no decir indignante, que cuando a los buenos restaurantes o bares les cuesta sudor y sangre resistir manteniendo la calidad que les caracteriza y les da de comer, estos infames y nuevos negocios -a veces disfrazados por un buen local, ubicación o fachada- pretendan subsistir con un servicio funesto, una comida lamentable y unos precios que jamás van a corresponderse con tan calamitosa oferta. Carnes de mala calidad y peor hechas, pescados tan insípidos y mediocres como caros, o arroces que serían excelentes engrudos naturales, son sólo algunos de los cientos de ejemplos que podría poner, con nombre propio, de tan nefandos y oportunistas sitios. Eso sin contar con equivocaciones a la hora de cobrar (siempre en perjuicio del cliente, claro), esperas interminables que se descubren olvidos, vinos vulgares que multiplican incomprensiblemente su precio -¿como se puede cobrar tres euros por una copa de vino cuya botella cuesta lo mismo?- o cuentas vergonzosamente caras que no hacen justicia a la bazofia servida. Y lo peor es que en ninguno de los casos, hasta ahora, hubo un verdadero profesional que, tras devolver un plato intacto, lo hubiera probado para confirmar el desastre e intentar remediarlo o, al menos, compensarlo.
Todo esto denota la ingenuidad o avaricia (o, seguramente, las dos cosas) de unos propietarios que, no solamente no entienden sobre aquello que quieren explotar, sino que, probablemente, ni siquiera se molestan en asesorarse,  viendo los huevos antes que la gallina y sin saber cocinar ni unos ni otras.

Así pues, es ésta una costumbre -la de anteponer el beneficio económico puntual a la calidad exigida- erróneamente extendida en estos tiempos de crisis, donde para justificar unos precios competitivos se sirven platos ridículos y descuidados, confundiendo la proporcionalidad y el equilibrio (pues de esto se trata a cualquier nivel o escala), con el cicateo y la mala praxis, aspirando más a llenar huecos con infinitas mesas -que jamás se ocuparán-, que en hacer clientes y mantenerlos.

En definitiva, no pretendo desmeritar la buena oferta gastronómica y culinaria de Marbella donde, a veces, la sencillez se torna exquisita y lo exquisito se hace sencillo, como muestra la perfecta convivencia de diligentes chiringuitos y orgullosas estrellas michelín, pero sí dar un toque de atención a aquellos desalmados  que tienen interés en ganar dinero antes que buscar la satisfacción propia en la del propio cliente.

Parafraseando a Anthelme Brillat-Savarin, se podría sustituir la palabra “amigos” por clientes, para traer a colación la siguiente cita: “El que recibe a sus amigos y no presta ningún cuidado a la comida que ha sido preparada, no merece tener amigos”

Un saludo.

Sr. Lobo.

sábado, 7 de mayo de 2011

"Tagliatelle con berberechos", cuando la pasta y el mar se concilian.

Salve, incondicionales y discretos seguidores.

Soy consciente de que su interés, como el de los párvulos, necesitan de un estímulo constante, y que yo -mea culpa- les sigo teniendo un poco descuidados. Pero no desesperen, queridos acólitos, pues a pesar de que, a veces, mis otras tareas (entre las que se cuenta, evidentemente, el palpo escrotal) me tienen ocupado, no por ello me desentiendo de ésta, mi criatura, sufriendo tanto como ustedes por mantenerles actualizados con la acostumbrada continuidad.

Así pues, a pesar de que tengo desde hace tiempo una  interesante  receta preparada (sigo a la espera de un par de comprobaciones), les  invito, mientras tanto, a disfrutar con otro típico “resuelve-problemas” -que, aunque sencillo, tiene su historia-, y con el que me gusta regalarme, de tanto en tanto, rememorando así sus orígenes.

Se trata  de una versión autóctona de los "tagliatelle alle vongole" -aunque cualquier otra pasta larga (spaghetti, fettucine, linguine, etc.) cumple felizmente esta función-, y que, en nuestro caso, vamos a acompañar con los siempre geniales berberechos (berdigones en Huelva), por ser estos moluscos, desde mi punto de vista, aquellos que más fragancia y frescura desprenden, además de vistosidad, estéticamente hablando.

Y aunque es ésta una receta clásica y nada novedosa, tan simple asociación alcanza la eminencia cuando se cocina en armónica conjunción, es decir,  comulgando pasta y almejas con el sabor del mar. Y es ésa, y no otra, la  sensación que yo tuve cuando redescubrí este humilde manjar. Vivía entonces en el centro de Madrid, cerca de un pequeño y discreto “italiano” cuyo nombre no creo necesario nombrar (pues ignoro si aún existe o si, después de tanto tiempo, mantendrá la misma calidad), pero que rozaba la perfección en este sencillo plato -como bien recordará mi guloso compadre-.

A partir de entonces, como suele pasarme siempre que algo me gusta, me dediqué -cada vez que salivaba con su memoria- a conseguir alcanzar, mediante la práctica, el excelso sabor que aquel tipo le daba a sus spaghetti con berberechos. Y si bien, por circunstancias de la vida, no he vuelto a probar aquella delicia, creo al menos haber conseguido algo parecido en la versión que, a continuación y sin más demora, paso a redactarles.

Se trata el asunto de unos tagliolini -aunque ya he comentado que puede ser cualquier otro tipo de pasta-, en este caso, al "nero di sepia" (o sea, negros de tinta de calamar) lo cual, más que sabor, le da un puntito original y marinero. La pasta que he utilizado en la presente receta es fresca, aunque la seca cumple a la perfección e incluso, si me apuran, les diría que mantiene una textura (cuando la cocción es correcta), a mi parecer, difícil de lograr con cualquier otra más delicada y de menor hidratación. Así pues, no oculto que, a pesar de no haberlos utilizado aquí, mis preferidos para esta receta son los bucatini (más anchos y huecos) del tipo seco.

Dicho esto, el resto de ingredientes son tan sencillos como escasos. Esto es, un buen ajo, perejil fresco y, lógicamente, berberechos de buen tamaño. A esto, opcionalmente, se le puede añadir una cucharada generosa de huevas de lumpo, trucha o simple sucedáneo de caviar (pescado micronizado), que aumentará el gusto salobre del conjunto. 

Bien, pues más allá de lo que cualquier advenedizo sabe, el secreto está, fundamentalmente, en dos cosas: el caldo o agua de cocción y el momento apropiado para cocinar los berberechos.
Así, los tagliatelle deben cocer en buen caldo de marisco, pescado o, mejor, ambas cosas. (Yo siempre tengo alguno congelado para arroces y pastas).
Esto es fundamental, ya que, un agua que haya recibido en bullente ofrenda el cuerpo de gambas, cigalas, percebes o cangrejos -además de sus huesos de rape o similar- es, como todo cocinillas que se precie sabe, el mejor "oro" que pueda conservarse en un congelador. Por tanto, en cantidad abundante -pues la pasta debe cocer con soltura- y aplicando un dadivoso puñado de sal, debe ponerse el preciado líquido a hervir, momento en el cual introduciremos los tagliatelle. 

Llegados a este punto es obligado precisar que, con bastante frecuencia, en este sagrado y culinario país se sobrecuece la pasta, dando lugar, en no pocas y nefandas ocasiones, a un gusto por una pasta más blanda de lo normal (de ello me percaté, por primera vez, viviendo en Italia), por lo que una de las normas sagradas -so pena de excomunión- es dejar siempre ésta más dura de la cuenta, cuando aún le falta un poco para estar en su punto, pues para que quede al dente (esto es que se parta con los dientes), es imprescindible sacarla antes de tiempo ya que, desde que se sirve en el plato hasta que se come, seguirá cociendo.
 
De todas formas, aunque el tiempo de cocción suele constar en el exterior, ya les digo que es mejor vigilarla y probarla; de 4 a 7 minutos -dependiendo del grosor- la pasta seca, y, aproximadamente, entre 3 y 4 minutos la fresca (ésta última mejor echarla antes de que el agua empiece a bullir). Es preciso apuntar también que debemos calcular el momento en que la pasta saldrá de la olla, para tener así el resto de ingredientes preparados y cocinados, pues el tiempo en esto es esencial.


De esta forma, se pica en láminas una cabeza de ajo (no debe faltar nuestra más paradigmática bulbácea) y se sofríe con abundante aceite, acompañado de perejil fresco. Simplemente se dora un poco y se reserva.
A continuación, se cuece la pasta, -conservando aparte un poco del caldo- y, antes de que esté en su punto (recuerden controlar el tiempo y dejarla más bien dura) se cuela y echa en la sartén, rehogándola un poco con el ajo y el perejil. Se remueve todo para mezclarlo -con cuidado de no romper los tagliatelle- y, antes de que puedan quemarse, le echamos el caldo reservado (medio vasito) para refrescar el conjunto.


Y ahora presten atención, compañeros, porque viene lo más importante.
En ese momento, cuando ya ha consumido casi todo el caldo de refresco, se echan los berberechos (un buen puñado por comensal) -la sartén ha de ser grande para que todo pueda moverse con facilidad y no se amalgame-, se añade la hueva y se tapa la sartén, al tiempo que se mueve para que las almejas vayan abriéndose.


De esta forma, será el caldo que suelten los berberechos (más el añadido anteriormente) el que terminará de cocer la pasta, dándole el punto final y proporcionándole todo el gusto a aquella. En cuanto abran, se vuelve a espolvorear, discretamente, con un poco más de perejil recién picado y...  al plato.


Los tagliatelles deben quedar sueltos, es decir, que resbalen por el tenedor, con su poco de caldo. Y los berberechos (algunos de los cuales ya estarán desnudos de concha y perdidos en la pasta) deben mezclarse un poco para repartirlos bien y que aquellos absorban su sabor.

Y nada más necesita este plato... Aunque yo a menudo lo enriquezco con gambas, chipironcitos o un poco de pescado (siempre en el refrito, con el ajo y el perejil). Pero, eso sí, ya no serían unos "tagliatelle alle vongole" sino una pasta "ai frutti di mare", lo cual tampoco está nada mal, aunque estaríamos hablando de otra receta.

Por último, el acompañamiento ideal ya lo pueden imaginar. Todo aquello que refresque y participe del sabor yodado del plato. Desde un cava rosado, como el "Agustí Torrellò" o el pinot noir de "Sumarroca" -también blanco, como el "Gramona Imperial Gran Reserva"- hasta, por supuesto, un champagne (el "Perrier-Jouët Gran Brut" de la última cena costera me gustó mucho); pero siempre que tengan algo de cuerpo; pues el plato, aunque marisquero, es contundente en sabor. 


Por otro lado, aparte de los espumosos, nunca le va mal un buen rosado -excepcional el último de los "Aguilares" de Ronda- o un blanco vigoroso, con algo de madera o criado en sus lías, como el Albariño "Tricò" o un "Guitian Godello" de Valdeorras…Vamos, que no descuiden el maridaje..., al menos, gastronómicamente hablando.

Dunque..., sean gulosos amigos, pero no perezosos. Solo tienen dispensa en lo primero.

Sin más, citándoles para la próxima parrafada y animándoles a dar su opinión, les saluda atentamente.
                        
Sr. Lobo.