PRESENTACIÓN.

BIENVENIDOS, AMIGOS Y POTENCIALES HEDONISTAS.

Agradeciendo su curiosidad, aprovecho para comentarles que el leitmotiv de este blog no pretende ser otro que compartir mi afición por la buena cocina. Sencilla pero, al mismo tiempo, original y espontánea, donde la estética vaya pareja al sabor y cada receta, sincera en su origen, se convierta en algo propio y querido.

Igualmente, no podría faltar en este rincón culinario una parte fundamental en la vida de todo sibarita impenitente: el descubrimiento, opinión y crítica de cualquier establecimiento gastronómico de interés que, a lo largo de nuestra vasta geografía, pueda servir de orientación a los peregrinos de la buena mesa.

Así pues, y sin más preámbulos, les invito a colaborar compartiendo experiencias, dejándose aconsejar o, simplemente, entreteniéndose con las palabras se se cuecen en este sabroso foro... Eso sí, siempre con dispensa de gula.

Un saludo. Sr Lobo.

lunes, 20 de septiembre de 2010

El aperitivo perfecto. Anchoas con cebolleta y óleo extravirgen

Salve, gulosos seguidores.

Por recomendación de mi amigo, compadre y compañero cocinillas, hoy voy a comentarles una receta tan elemental que casi no podría llamarse así.
Se trata más bien de un perfecto "maridaje", cuyo valor aumenta especialmente con la calidad del producto y los detalles en su correcta y sencilla preparación. Me refiero, ni más ni menos, que a unas buenas anchoas con cebolleta picada y aceite de oliva extravirgen

Así es, amigos. Pero antes de que empiecen a pensar que les estoy haciendo la "cama", esperen a leer, y sobretodo a preparar este delicioso plato, el cual sirve igual para un roto que para un descosido, o lo que es lo mismo, para una tapa / aperitivo, o para un entrante o cena ligera.
Antes de seguir escribiendo puntualizaré que, a pesar de soportar bien cualquier acompañamiento que las "remoje" -especialmente del tipo: vino blanco, espumoso o jerez-, no habrá ninguno que respete tanto su sabor al tiempo que suaviza y sacia la sed producida por la salazón (invitando a comerlas), como una buena, fresca y espumosa cerveza.

Y entrando ya en faena, les diré que el tipo de anchoa es básico y fundamental para que esta receta sea una sorprendente delicia y no una tapa de relleno más. Evidentemente, no siempre se dispone de la mejor calidad en algún producto determinado, por lo que tampoco desestimen  su elaboración por ello.
La mejor anchoa, en principio, es aquella suave (sin un sabor extremadamente fuerte ni salado), de carne prieta y consistente pero al mismo tiempo tierna y flexible, es decir, que apenas necesite de apretar los dientes para ceder al primer bocado. De lomo brillante, conservando aún su color plateado; más bien grande y, sobretodo, limpia de los fastidiosos "pelos" o espinitas que suelen flanquear ambos extremos del filete.
Obviamente, las de las frías aguas del Cantábrico son las más famosas y ciertamente excelentes; pero se encuentran, a veces, estupendos ejemplares entre el Mediterráneo y el Atlántico. Por otro lado, su elaboración, probablemente, sea más del 50% del resultado final (limpieza a mano, salazón y conserva), estando, en este caso, el buen hacer de Santoña indiscutiblemente a la cabeza, por lo que, a la hora de comprar una buena lata, esta referencia suele ser una garantía de calidad. No obstante, existen otras excelentes manufacturas en el cantábrico y el levante.

Su conservación debe estar en el mejor aceite de oliva, lo que no exime para nada de uno de los pasos fundamentales de esta receta: limpiar bien, absorber y secar todo este aceite al extraer los filetes.
Esto es importantísimo, pues, aunque supuestamente se trate de un buen óleo, el sabor que las anchoas habrán dejado en él hará que no aporte nada más; contribuyendo solamente a acentuar excesivamente la salazón.
De esta forma, el primer paso será depositar los filetes o lomos de anchoas sobre un papel de celulosa, colocando otro encima y apretando suavemente para empapar éstos e ir "secando" el pescado. Esta operación la repetiremos varias veces (cambiando ambos papeles, por encima y por debajo), hasta que las anchoas queden "opacas" y aparentemente exentas de aceite, -al menos, del que sobra-.
Cuando los papeles absorbentes apenas se empapen, estarán perfectas.


A continuación, picaremos lo más finamente posible una o media cebolleta tierna (según la cantidad y el tamaño) y esparciremos ésta por encima de los filetes -que se habrán alineado paralelamente (sí, paralelamente, qué pasa..., deformación profesional, coño...) en un plato espacioso- hasta cubrirlos enteros; extendiendo los pequeños trozos de cebolleta picada con un tenedor para que abarquen toda la superficie de forma homogénea y "tupida", como si fuera una "colcha", ocultando las anchoas casi por completo.

Llegados a este punto, el último ingrediente de vital importancia en la composición sería el "nuevo" aceite. Éste, por supuesto, debe ser de gran calidad, extra-virgen, y de una variedad y acidez suave. Su función no es disfrazar el sabor de las anchoas sino realzarlo, más cuando estamos tratando con género de primerísima y cara calidad. Así pues, un buen aceite de arbequina, por su carácter afrutado y aterciopelado sería una buena opción, o bien un acertado coupage de variedades, ligero y delicado. 
No obstante, tampoco nos vamos a poner tontos. En el caso de que no tengamos de este tipo, cualquier buen aceite de oliva es cojonudo y, en cualquier caso, mejor que el que traen las anchoas en su conserva.


Bien, pues vamos hidratando generosamente las anchoas con el aceite, empapando la cebolleta picada para que llegue fácilmente al pescado, de forma que al final quedará un buen fondo dorado en el plato (que no necesariamente nos tendremos que comer en su totalidad, gulosos agonías moja-panes), lo que contribuirá igualmente a su presentación, más brillante y colorida.
Finalmente, se puede espolvorear un poco de perejil, especialmente por estética -aunque tampoco es que sea imprescindible- y ¡voilà!, directamente a la mesa.
Incluso pueden prepararse con cierta antelación pues, durante ese tiempo, lejos de perder y empeorar; pescado, aceite y cebolla se irán integrando.


Unos buenos piquitos o pan tostado son óptimo acompañamiento, aunque siempre sin que exceda al bocado de anchoa, cuidando así no perder el sabor de ésta.
La forma correcta de comerla, a mi parecer (pues para eso soy el administrador del blog y autor de la receta), es sin escatimar con la cebolleta. Tal cual la cubre. De esta forma los finísimos brunoise se mezclaran con la sedosa y mantequillosa textura de la anchoa, complementándose sus sabores como pocos maridajes pueden hacerlo. La sal propia de su elaboración, el sabor "fuerte" y "picante" del pescado en conserva, la grasa delicada y rasa del aceite crudo.., se fusionarán en una bomba de sensaciones gustativas que explotará en nuestros sentidos, dejando un emboque o retrogusto que perseverará largo en nuestro paladar... Justo hasta que el trago de cerveza o el siguiente bocado le ponga punto y seguido.

Un consejo: saboreen con paciencia los bocados. Dejen que la anchoa se deshaga lentamente mientras mastican, inundando sus papilas gustativas; guarden unos segundos de memoria, solemne y casi fúnebre, por el bocado tragado. E incluso permítanse (si están solos) chasquear la lengua al acabar.
Les aseguro que la sensación será apoteósica. Un puro arrebato de gula...

Recuerden que tienen dispensa.
                                                      Sr. Lobo.


domingo, 12 de septiembre de 2010

NOTA INFORMATIVA

Parece ser, fieles seguidores, que desde hace tiempo hay dificultades para replicar las entradas. Del mismo modo, me he percatado que, incluso ha desaparecido, últimamente, la opción para poder comentarlas.

Quiero pensar que es éste y no su perezosa displicencia, desidia o incompresible desinterés, el motivo de cierta sensación de complejo de Adán, trufada de soliloquista misántropo que, desde que empezó el blog, me invade tímidamente cada vez que escribo mis intermitentes publicaciones. Así pues, concediendo el beneplácito de la duda más cojonuda, asumiré que han estado sufriendo la desesperanza de no poder comunicar sus expectantes impresiones con este humilde Blog.

Evidentemente, estos problemas son ajenos a mi voluntad, y tienen que ver, igualmente, con mi desmaña y animadversión hacia la tecnología o, como diría nuestro común afecto Majareta, los aparatos. Es por esto que he estado investigando -infructuosamente hasta ahora, debo decir- las causas de este trastorno y la forma de remediar dicho despropósito, pues son, sin duda, sus observaciones la gasolina que explosiona  el motor de este sitio, moviendo los pistones de mis panegíricos culinarios. 

De este modo, a pesar de invertir unas cuantas horas en esta estéril empresa, descuidando -para desazón de mi cónyuge- otras tareas domésticas, no he podido reintegrar este recurso en los post hasta ahora publicados; advirtiendo, sin embargo, que el motivo pudiera ser la inhabilitación de una opción en la configuración pertinente. Por consiguiente, creo que en las posteriores entradas (empezando por ésta) podrán tener de nuevo operativa tan necesaria alternativa. 

Por otro lado, como desagravio a aquellos gulosos amigos que han tenido la agudeza de enviar sus comentarios a la dirección de esta página, intentaré transcribir sus impresiones a los comentarios de este mismo artículo -con el objeto de hacerlas públicas-, si bien cada una de ellas corresponden a uno diferente.

Sin más. les animo a seguir opinando (la última prueba que hice admitía los comentarios), y si tuvieran problema en insertar sus insensateces no duden en enviarlas a la dirección del Blog. Yo, por mi parte, perseveraré en el empeño de facilitar sus necesidades -que son mías (un amigo, un servidor, un siervo, un esclavo..)- de comunicación y diálogo.

Un saludo.
                     Sr. Lobo.

viernes, 10 de septiembre de 2010

"Antigua venta de San Isidro" y las delicias de Ríofrío

Buenas tardes, perezosos amigos.

Me gustaría empezar con esta sección antes que se me pase la sensación gustativa de mi último almuerzo “on the road”, y sobrevenga la acostumbrada y fatídica lasitud que sucede a la gula saciada; cuando aún está fresco el recuerdo en la memoria del apetito.

Hoy volvía desde Jaén a la Costa del Sol, tras despachar mis últimas obligaciones laborales antes del periodo post-vacacional cuando, al percatarme de la hora, y hacer los cálculos pertinentes, estimé que pasaría por Riofrío (Granada) aproximadamente a las tres; desechando así la nefasta tentación de parar a repostar y comer un sándwich de plástico (que más que emparedado es conglomerado) de bazofia variada – más aún cuando todavía tenía reciente el relato de juventud de un amiguete que trabajó, para pagarse sus estudios londinenses, en una fábrica de envasado y manufactura de semejantes engendros-. Bien, pues después de descartar un almuerzo en la capital por falta de coordinación temporal con un compañero, llegué a Riofrío según lo previsto; justo a las tres pe-eme.

Al tratarse de un martes, cabía la esperanza factible de encontrar aparcamiento en la misma plaza donde se ubican todos los restaurantes, arrullados por el murmullo del famoso río donde truchas y esturiones esperan indolentes su noble y provechoso fin.

Riofrío, a pesar de no necesitar explicarlo a estas alturas, es ahora mundialmente famoso por elaborar el único caviar de España, y uno de los mejores del mundo (incluyendo un extraño, exclusivo y absolutamente prohibitivo “blanco” de esturión albino), pero ya, desde hace mucho, era conocido por sus excelentes truchas. Son varios los restaurantes, donde la carta es bastante similar, pero a mí, desde mis tiempos de estudiante en Granada, me gusta ir a la “Antigua venta San Isidro”; vieja casa de labor cuya techumbre a dos aguas, cubierta de pajizo, lo caracteriza y diferencia de todos los demás.

El viaje y mi condición circunstancial -aunque frecuente- de single, hizo que me moderara a la hora de ordenar la comanda, aunque les aseguro que, a pesar del ejercicio de mesura (a regañadientes, eso sí), un plato y medio aquí podría ser suficiente para saciar satisfactoriamente el apetito de dos personas.

No obstante, desde que lo descubrí hace aproximadamente tres o cuatro años, la imagen que cruza por mi mente, cada vez que llego a estas dichosas curvas de la A-92, es la de un entrante sin parangón: el Esturión fresco ahumado. Por esto, concediendo la excepción a la norma, que en este caso sí altera el producto (al menos literariamente), empezaré hablando del plato principal para acabar con el entrante; del cual, por comedimiento, sólo pedí media ración.

Son tres tipos de trucha las clásicas en Riofrío; a la genovesa, a la plancha y ahumada. Para mí, sobretodo teniendo en cuenta lo anteriormente citado, la mejor es la primera. Ésta se presenta abierta y horneada, con abundante jamón serrano y ajo, acompañada de unas patatas panaderas, y cuya frescura compensa la prudencia que se hace necesaria frente al exceso de aceite -probablemente gratuito- que, sin embargo, no llega a estropearlo. Su carne es delicada y sabrosa, y nunca antes había probado una mejor conjunción del ajo y el jamón, no siempre bien hermanados.

En este ahíto punto, mi gula estaba ya tan saciada que el único postre “decente” era un café spresso, el cual –algo raro en estos lares- era bastante digno (aunque de ésto ya hablaremos en otra ocasión). Así pues, procederé ya a escribir sobre el motivo real de este post:

Ya les digo de antemano (y antes de que empiecen a babear), que un plato de presentación tan sencilla y proporcionalmente económico como éste, merece, por sí solo, un viaje desde cualquier parte. Así que, cuando -como en el presente caso- les pille en buen camino y horario, no se permitan dudarlo.

He probado posteriormente el esturión (ahumado y no) en otros sitios y de diversa forma, pero en ninguno de los casos llega al excelso sabor y textura de tan sencilla y sublime receta.

El entrante en cuestión es esturión ahumado, fresco como las truchas, que apenas sale de sus viveros en pleno río para presentarlo sin adornos ni parafernalias, simplemente cortado en “lomitos” o trocitos pequeños, del tamaño de una canapé, aunque de un grosor considerable en proporción (1/2 cm aproximadamente), lo cual permite apreciar su extraordinaria textura, más parecida a la carne que al pescado. Se reparten sobre un plato limpio, sin más ornatos que un leve polvo de pimentón dulce, y se hacen acompañar de una cesta de tostaditas pequeñas y un cuenco con salsa de tomate natural y aceite crudo extravirgen.

Cabe especificar que la carne de esturión es firme y consistente, parecida a lomo de cerdo al horno, o a la sal, (aunque mucho más tierno) y con una grasita inesperada en cualquier pescado, ya sea azul, verde o colorado. En este caso, todo eso se junta con la delicia de la madera y el carbón que le dan ese sabor ahumado, el cual en este pez prehistórico alcanza su mayor perfección.

Bueno, pues el asunto es así de sencillo: se coge una tostadita, se le pone una cucharadita de tomate previamente mezclado con el aceite y la sal, y se coloca un trocito de esturión encima… El resto se lo dejo a sus gulosas imaginaciones.

No hace falta hablar, no hace falta mirar a nadie, ni a nada, ni tan siquiera hace falta pensar. Sólo sentir el sabor, la textura grasa y consistente, el regusto casi “habano”…; e ir introduciéndonos un canapé tras otro, poco a poco, degustándolo, moviendo la salsera con la cuchara para mezclar bien; no dejando escapar esturión sin pan o pan sin tomate… Llegados a este punto da igual que estemos solos o acompañados, porque su sabor lo absorbe todo. Sólo tenemos neuronas para la procesión de bocados que, cuando menos lo esperemos, habrá finalizado, sacándonos del trance como cuando se despierta de un sueño húmedo.

La parte negativa es que, cuando pasemos a la trucha, a pesar de su magnífico sabor, estaremos pensando aún en el esturión…

Y yo digo…, como debe de estar con un poco de su propia hueva por encima…

Recuerden que tienen dispensa de gula.

Sr. Lobo.

PD. Media ración de esturión ahumado, una trucha a la genovesa, tres cervezas (las dos segundas "00", que ya les veo venir) y un café spresso: 24 Leuros.

Inauguración de "EL SITIO"

Hola de nuevo, inexistentes o invisibles lectores.

Les despierto de su sopor para hacerles partícipe de una nueva sección que tengo intención de añadir a este descuidado Blog. Es algo que quiero hacer desde su génesis, pero que, por mi ignorancia e inutilidad en estos temas, no se cómo ni donde incluirlo.
Así pues, lo paso como un post más (tampoco es que sobre de éstos), y ya veré si los puedo ir clasificando en su apartado correspondiente.
Como podrán comprobar, se trata de una sección de “crítica gastronómica” que comprende cualquier tipo de restaurante, venta o bar; de calibre indiferente, pero con la suficiente clase e interés (aunque sólo sea por un producto o plato) que lo haga susceptible de ser aquí publicado.

La falta de tiempo y ganas ha hecho que tras unos minutos estrujándome el cerebro para encontrar un nombre apropiado, como era de esperar, no lo haya conseguido. De esta forma, el recurso está claro. Fácil y diáfano. ¿Qué decimos cuando descubrimos un lugar del que salimos sorprendidos y plenamente satisfechos?...”Quillo, he estado en un sitio cojonudo”, o su variante gramaticalmente algo más amplia: “Quillo, he estado en un sitio de puta madre”… concreto, limpio, inequívoco…, sin más parafernalia que el recuerdo en el lóbulo correspondiente…, tan bueno éste que no necesita de eufemismos…ni tampoco puede. La vista perdida, asomo de sonrisa, los ojos vidriosos mientras el cerebro trata de rememorar, olvidándose del cuerpo en su proceso…”Quillo…un sitio…ffu…”

No obstante, como muestra de la elegancia de la que hace gala este Blog, suprimiré los exabruptos y reduciremos la sección a…"El sitio". Tan simple como un huevo de corral bien frito.

Sr. Lobo.

jueves, 19 de agosto de 2010

Edamame, la nueva golosina.

Hola amigos.

Tras una semana y pico de parón por causas diversas, vuelvo a retomar la empresa con una sugerencia, algo rara pero tan simple como deliciosa: el "edamame" o habas de soja japonesas.
Sé lo que estarán pensando: "esas cosas exóticas son difíciles de encontrar donde yo vivo, ¿donde voy a comprar esto?, son cosas muy especializadas, etc.". No obstante, déjenme decirles que yo, tras mucho buscarlo por diversos sitios (tiendas gourmets, comida oriental, Corte Inglés...) lo encontré de casualidad en el "Chino" debajo de casa, en la nevera de los congelados.


Pero antes hablaremos un poco de ello. Descubrí el edamame hace años, y es bastante normal encontrarlo en restaurantes japoneses (los de verdad, no las frecuentes imitaciones o "reconversiones") donde a veces lo ponen sólo como aperitivo y otras aparece específicamente en la carta. Se trata de unas pequeñas vainas parecidas a las judías o habichuelas verdes en tamaño y a las tradicionales habas en forma, y cuyo interior alberga de tres a cuatro frutos, parecidos a los guisantes pero ovales, con un sabor tan suave como adictivo.


Los "japos" las ponen cocidas o al vapor, pero he llegado a probarlas incluso a la brasa. Se comen como si fueran altramuces, mordiendo la vaina para sacar el haba y verdaderamente les digo que cuando se empieza ya no se puede parar.

La forma más sencilla de prepararlas es hervidas en agua con sal. Se pone a calentar abundante agua en una olla o cacerola hasta que empiece a bullir, momento en el que se introducen las habas, dependiendo el tiempo de cocción de si están o no congeladas (deben quedar bien "al dente"). Lo ideal, en el primer caso, es descongelarlas antes en el frigorífico, en este caso se mantendrán en agua hirviendo no más de tres o cuatro minutos (cuando la verdura empiece a desprender olor faltará un minuto o dos). Importantísimo es tener previamente preparado un bol con agua y hielo, al que le habremos echado, igualmente, bastante sal para que no las dejen sosas. Esto servirá para cortar la cocción y que queden duritas, al tiempo que adquieren un verde más intenso. Así pues, una vez escurran, inmediatamente las introducimos en el agua helada. Será entonces cuando tomen su sabor característico.
Para su presentación, se colocan en un plato hondo o cuenco e, igualmente, le añadimos un generoso puñado de sal (fina o media) de manera que, al llevárnoslas a la boca para sacar las habas, se mezclen con ésta. En templado son deliciosas, pero pueden cocerse con antelación y servirse frías sin desmerecer un ápice.

En resumen, si van a algún japonés no duden en pedirlas y si las encuentran, abastezcan su congelador de ellas pues será el aperitivo perfecto para sorprender al más exigente comensal. Se las comerán como pipas..., no olviden que tenemos dispensa de gula.


Un saludo. Sr. Lobo.

martes, 10 de agosto de 2010

Un clásico retocado para abrir boca: Provoleta con tomate a la plancha y balsámico

La Provoleta, un clásico “entrante” italo-argentino (no olvidemos las claras influencias transalpinas en esas tierras americanas), es ya bastante conocido por estas latitudes pero, hace apenas diez años, era ignoto fuera de cualquier buen restaurante gaucho.

Se trata, para aquellos despistados que aún no les suene, de un queso graso, tipo “cuajo”, de origen italiano llamado Provolone, que suele venderse al corte, aunque ya se han comercializado porciones envasadas al vacío (recomiendo lo primero por la elección del grosor) y, si lo encuentran ahumado, el resultado es inmejorable.
Su consistencia permite calentarlo y cocinarlo, prefiriendo los argentinos hacerlo a la parrilla como entremés previo a sus “carnacas” (algo ligerito vamos). Sin embargo, la versión más doméstica -y yo la prefiero en textura y sabor- tira del horno, ideal además por la limpieza y la comodidad.

No sería necesario decir que precisa de un recipiente circular, que encorsete el queso para que éste no se deforme y se convierta en algo parecido a una lámina de mozarella, para lo cual son útiles los cuenquecitos de barro tradicionales de las gambas al pil-pil, aunque yo les aconsejo, por ser más inocuo, uno de cristal resistente al calor o cerámica (el diámetro suele andar entre los 10 o 12 cm.).

Bien, hasta aquí nada nuevo. Se suele espolvorear con orégano picado y meter en el horno unos 15 o 20 minutos, dependiendo del grosor y la potencia, y siempre supervisándolo… Pero yo he ido añadiendo progresivamente otros ingredientes que han derivado en una nueva versión tan simple como mejorada:
Es evidente que, a pesar de ser muy sabroso, el provolone es un queso bastante pesado, que puede llegar a “empalagar”, por eso aconsejo que no sea muy grueso (la mitad de los que venden ya cortados), pero sobretodo compensar esa “pesadez” y sabor intenso con algo que lo aligere.

Así pues, después de un progresivo proceso evolutivo, he llegado a la conclusión que la acidez y frescura del tomate equilibra la recia y grasa textura de este tipo de queso fuerte. Sin embargo, el tomate tal cual, empañaría el sabor humedeciéndolo sin necesidad y pasando además desapercibido, por lo que lo ideal es cocinar el tomate con un golpe prolongado de plancha. De esta forma, las rodajas, firmes y de consistencia compacta -tomate duro, verde, carnoso- (para que no se deshaga), irán deshidratándose y caramelizando, cambiando completamente su sabor hacia un toque más dulce, y cuando éstas ya oscurezcan y reblandezcan –hay que evitar que se peguen-, se sacarán con una pala intentando que no se rompan (aunque esto, al fundirse posteriormente con el queso, no es verdaderamente importante), colocándolas como “lecho” en el recipiente donde a continuación se pondrá el provolone, que al calentarse cubrirá toda esta base.

Previamente habremos hidratado en agua (10 minutos fría / 5 minutos caliente), tres o cuatro tomates cherry secos, de manera que no queden tan duros y puedan cortarse con facilidad, picándolos finamente. Dispondremos el tomate seco picado por encima del provolone, un discreto chorreoncito de aceite (no hay que olvidar que el queso ya es muy graso) para que gratine mejor y, a continuación, abundante orégano, que se adherirá con facilidad gracias a las gotas de aceite.
Ya emplatado, sólo falta introducirlo en el horno unos 15 o 20 minutos a fuego fuerte, dejando los últimos cinco minutos de aire o grill, y vigilándolo hasta que veamos que se empieza a dorar por los bordes (el queso “bulle” y el tomate seco y el orégano se oscurecen), sin temor a que se queme. Es mejor que esté bien pasado a que quede poco hecho.
Cuando lo saquemos -cuidado con las manitas imprudentes e impacientes “gulosos”- esperaremos a que enfríe un poco para que endurezca algo y no esté tan gomoso, así podremos trincharlo con comodidad (una vez concluida esta fase incluso se puede desplatar y cortar tipo pizza) y, sobretodo, evitaremos quemarnos…, que ya lo advertí, zoquetes.

Por último, no olvidar el toque final, tan discreto como importante: un chorreón de un buen “aceto” balsámico (vinagre de Módena). Importantísimo que sea lo suficientemente espeso –envejecido- para que el chorreón quede compacto, como caramelo (en una certera circunferencia), y no inunde y arruine todo el queso. Esto maridará perfectamente con el rigor recio del provolone, el sabor especiado del tomate a la plancha y el “amargor” del seco ya horneado, equilibrando con su acidez y dulzor todo el conjunto.

Ahora ya sí…, pueden descorchar un buen tinto joven, vigoroso y con cuerpo, incluso con algo de barrica o crianza, que acompañará perfectamente este, dependiendo del momento, aperitivo o plato único. Como entrante o tapa es excepcional, a la vez que cómodo, en una celebración, o como capricho personal (excusa perfecta para abrir un buen vino) en una cena cotidiana.
En fin, les aseguro que se tarda más en redactar este post que en cocinar este plato, aunque espero que inviertan aún más tiempo en comerlo, requisito fundamental para el deleite de los buenos gourmands. Y no olviden que tenemos dispensa de gula.

Un saludo. Sr. Lobo.

viernes, 30 de julio de 2010

Primeros consejos. Materiales básicos e ingredientes "fondo de armario" I

Dos elementos tan obvios como imprescindibles (pero no por ello frecuentes en la mayoría de cocinas domésticas), para disfrutar durante la elaboración de cualquier receta, son un buen cuchillo y una buena tabla.
Podríamos disponer de veinte cuchillos diferentes y una encimera entera para trabajar pero sólo con tener, en más de una casa, un buen ejemplar de cada uno de estos dos materiales ya me daría con un canto en los dientes.
El cuchillo debe ser grande y estar bien afilado y, si es posible, de buena calidad (no escatimen en esto pues evitará muchas frustraciones). En cuanto a la tabla, yo las prefiero de madera, amplia y gruesa, de una sola pieza o pocas en su ensamblaje, para evitar alabeos. Suele ocurrir un poco como con los escritorios o mesas de trabajo, que cuanto más espacio hay más ocupamos, pero es un gustazo el poder cortar, picar, etc. e ir apartando a los lados para dejar espacio y seguir con el proceso sin necesidad de tener que retirar nada de ella.

Respecto a los ingredientes, como es natural, la mayoría se van comprando a medida que se va realizando cada receta, sin embargo me he percatado de que, sin ser nada excepcional, hay algunos que utilizo con bastante frecuencia y que dan un toque moderno y sofisticado a cualquier plato, por lo que nunca faltan en mi despensa. Algunos de estos -sin orden ni concierto todavía- son: Una buena sal en escamas (por sí sola merece preparar cualquier cosa), tomate cherry seco (su sabor entre amargo y ácido despierta infinidad de platos simples), physalis (parecido, en forma, al cherry amarillo pero siendo en realidad una fruta ácida, cuya capacidad de conservación -superando el mes en perfecto estado- siempre me sorprende, y cuya presencia fría o caliente es siempre de agradecer), nueces, almendras tostadas, piñones e, incluso, un pequeño paquete de frutos secos variados que incluya kikos (maíz tostado) -son ideal acompañamiento y aderezo para ciertos platos- y, por supuesto, una buena fiambrera de quesos variados (fresco, semicurado, etc., siendo imprescindible entre ellos el parmesano/grana padano y algún azul).
En cuanto a las especias, nunca debe faltar el orégano, la albahaca y el estragón, también el sésamo e, incluso (algo menos corriente) la semilla de amapola, son un toque genial en infinidad de platos. Por último -aunque sólo como recurso gramatical-, dos o tres buenos vinagres; uno suave tipo manzana, cava o frambuesa, y otro, indefectiblemente, balsámico (si es envejecido mejor), pudiendo complementar con uno de Jerez. Para acabar con este “fondo de armario” una recomendación, algo cara pero rentable, una pequeña botellita de aceite aromatizado a la trufa blanca.

Les puedo asegurar amigos que esta, nada complicada, despensita (que ya les iré ampliando poco a poco), junto con la tradicional como es natural, proporcionará muchos buenos momentos y gratas improvisaciones culinarias y, cuando se acostumbren a ella, ya nunca más podrá faltarles en su cocina… Recuerden que tenemos "dispensa de gula".

Un saludo.  Sr. Lobo.