PRESENTACIÓN.

BIENVENIDOS, AMIGOS Y POTENCIALES HEDONISTAS.

Agradeciendo su curiosidad, aprovecho para comentarles que el leitmotiv de este blog no pretende ser otro que compartir mi afición por la buena cocina. Sencilla pero, al mismo tiempo, original y espontánea, donde la estética vaya pareja al sabor y cada receta, sincera en su origen, se convierta en algo propio y querido.

Igualmente, no podría faltar en este rincón culinario una parte fundamental en la vida de todo sibarita impenitente: el descubrimiento, opinión y crítica de cualquier establecimiento gastronómico de interés que, a lo largo de nuestra vasta geografía, pueda servir de orientación a los peregrinos de la buena mesa.

Así pues, y sin más preámbulos, les invito a colaborar compartiendo experiencias, dejándose aconsejar o, simplemente, entreteniéndose con las palabras se se cuecen en este sabroso foro... Eso sí, siempre con dispensa de gula.

Un saludo. Sr Lobo.

miércoles, 30 de marzo de 2011

Una de las saludables. "Crema de Alcachofas con champiñones y jamón"

Salve, mis queridos y fieles seguidores... Los tres.

Por petición popular, hoy vamos a jugar con una receta que va más allá de colocar cosas, una encima de otra (algo que a más de uno le gusta demasiado), y que se me ocurrió aprovechando las sobras de la última Cena, esto es el doble ágape anual entre compadres, no la celebrada por nuestro Señor antes del ""always look on the bright side of life", malpensados y heréticos seguidores.

Se trata, principalmente, de una suave y rica crema de alcachofas con la cual pensaba enriquecer un rissotto de pescado y que, en el último momento, se me olvidó añadir. No fue inútil el descuido porque, cuando al día siguiente la gusa enfiló el camino de las "sobras", recurrí a ella para, combinándola con otros "rescoldos", preparar un ligero e interesante pranzo.
De este modo, aprovechando la temporada de tan saludables verduras, las traigo a colación y de paso (en el intento de conservar la constancia de este sitio) cumplo con la entrada semanal , extinguiendo los incipientes amagos de crítica que puedan brotar en sus maliciosas mentes, impacientes y desconfiados acólitos.

El resto de la receta no son más que unos humildes champiñones y un poco de jamón, que se puede mejorar si se convierten en virutas de "bellota" y hongos frescos (boletus si pudieran contar con ellos), aunque también cumplen honrosamente algunas especies cultivadas que podemos encontrar fácilmente en las grandes superficies (setas de chopo, shitake, etc.). No obstante, debo confesar que en la primera versión tiré de lo que único que tenía a mano, una humilde y vulgar bandeja de champis aunque, eso sí, enteros cual sementales de yeguada.

Antes de continuar conviene advertir que, lejos de atribuirme nada, soy consciente de que deben pulular por ahí versiones incluso más sofisticadas. Sin embargo, no deja de ser curioso como la presente experiencia (pues en mi caso fue de forma instintiva), demuestra que las combinaciones clásicas o novedosas prácticamente las piden los propios productos, siendo un claro ejemplo de complementariedad casi autónoma.

Pero vayamos por partes (como decía Jack el destripador).
En primer lugar, la crema de alcachofas es tan sencilla de hacer como delicada de acabar, es decir, requiere un mínimo de atención para que el resultado sea curioso. Existen muchas recetas al respecto pero yo les voy a exponer la más elemental y simple, pues creo que, si se cuida su elaboración, es fácil, rápida y efectiva.
Alcachofas, leche/caldo y queso son, básicamente, sus ingredientes.

Obviamente, son alcachofas frescas (de mercado) el material con el que trabajar, pero no desestimen la realización de este plato por falta de disponibilidad, tiempo o ganas, ya que, aunque la diferencia es evidente, siempre podemos tirar (en caso de necesidad) de una buena conserva de corazones tiernos, en cuyo caso, tras escurrirlos, irán directos a la minipimer.

Pues bien, una vez limpias de las hojas más duras y el rabo (en ese orden y no al contrario, que ya os veo venir) se trocean y cuecen en agua con sal para, posteriormente, rehogarlas en una sartén con un poco de cebolleta.
A continuación, se triturarán los corazones, añadiéndoles agua de la cocción (caldo de verduras, si tienen ganas y tiempo de hacerlo) y un poco de leche.

Sin entrar en cantidades (pues la cocina carece de objetividad matemática), se trata de ir agregando caldo y/o leche poco a poco, de modo que la masa compacta vaya perdiendo su espesor, probándola constantemente para controlar el sabor y no excedernos en el lácteo. Con todo, recuerden que debe resultar una sopa cremosa (tipo salmorejo) y que, una vez la pasemos por el chino -lo cual es necesario para desechar la pulpa y conseguir una textura fina- se diluirá bastante, si bien no hay que preocuparse por esto, pues cuando añadamos el queso volverá a tomar cuerpo.

En cuanto al queso, el parma o grana-padano, desde mi punto de vista, es el que mejor conjuga con el sabor potente y amargo de la alcachofa, siendo además su consistencia adecuada para darle la textura deseada y aportándole, finalmente, delicadeza y suavidad. Esto se hará rallando el queso sobre la crema ya colada (al tiempo que batimos -en este caso con unas varillas o un tenedor- para mezclar bien y conservar la homogeneidad) hasta conseguir, según destaque uno u otra, la densidad y el sabor adecuados.
Para esto, repito, es imprescindible ir probando y ser tan discretos como pacientes... "piano, piano si va lontano".

En resumen, la leche y el caldo suaviza y diluye (en algunas recetas se usa nata y pan) y el queso parmesano confiere cremosidad y pondera el sabor. Es fundamental encontrar el equilibrio donde el toque picante del parma no disfrace el sabor de la alcachofa.

Elaborada ya la crema, rectificaremos de sal y añadiremos pimienta recién molida (yo suelo utilizar un poupurrí), pues será la pimienta -recurrente en cualquier metáfora- la que terminará de darle el punto sublime y hará del más reacio a esta fea planta un adicto alcachofero.

Pues ya está el grueso de la receta. Suficiente para coger una cuchara y empezar a tragar como un animal, pero frenen sus instintos primarios, pues el culmen del sabor estará en la conjunción posterior que inmediatamente paso a redactar.

Los champiñones, previamente lavados, se trocearán (sin laminar) y, junto con una par de dientes de ajo picados, se saltearán hasta que reduzcan y pierdan líquido, añadiéndole -si se cree conveniente- unas gotas de vino blanco y espolvoreando, al final, con un poco de perejil.

Una vez acabado el refrito, se reservará para dar paso a la madre de todas las chacinas: el jamón. Ibérico. Y, si puede ser, de bellota (que para eso van a ser unas laminitas, hermanos del puño).
El jamón puede cortarse en taquitos y rehogarse un pelín con los champiñones, pero yo prefiero el punto sutil y estético de unas virutas o finas lonchas, que incluso podemos meter un poco en el horno para que se queden crujientes.

Y ya, como diría cualquiera de ustedes, hacedores de hijos, tan solo queda montar.

Sobre un plato lógicamente hondo (pero no demasiado espacioso), verteremos la crema de alcachofas, y sobre ésta se dispondrán los champiñones salteados (sin demasiado ajo), admitiendo, incluso, un poco de su aceite -ganando así en sabor y vistosidad (chorreoncito alrededor)-.
Para acabar, colocaremos el jamón en virutas, lonchas o taquitos (sin abusar), o, en el mejor de los casos, varias láminas de crujiente ibérico sobresaliendo entre los champiñones que apenas flotarán en la crema.
También pueden triturar uno de los crujientes de jamón para hacer una especie de "polvo" y decorar, sirviendo, como siempre, con unos buenos piquitos o pan recién hecho.


En cuanto al maridaje, gasten cui-dia-do, amiguitos. Es el caso de la alcachofa -junto con los encurtidos y algunos otros- una excepción si queremos saborear y apreciar los matices de un buen vino, por lo que en este particular es mejor evitar el tinto, ya que el sabor metálico de esta planta chocaría excesivamente con sus taninos estropeándolo. Así pues, podemos sustituir éste por un blanco poderoso y con cuerpo, aunque mi consejo es un buen fino o manzanilla, incluso oloroso, sin desmerecer, claro está, la siempre efectiva cerveza.

En fin, que no sólo de anchoas y rúcula vive el gourmet..., recuerden que tienen dispensa.

Sr. Lobo.

jueves, 17 de marzo de 2011

Pecorino tartufato y rúcula

Hola amigos.

Tras un suspenso temporal indefinido en las páginas de nuestro querido blog (causado por diversos motivos de índole personal y laboral, entre los que no ha faltado una perseverante y virulenta indolencia) vuelvo a retomar las teclas de este convaleciente sitio -que también es de ustedes-, con la firme intención de rescatarlo del  oscuro y frío ostracismo en el que, desgraciadamente, yacía sepultado.

Así pues, una vez superado el estrés post-vacacional, consolidado el habitual cambio de domicilio y pespunteado los flecos oposicionales, vamos a reabrir (como diría el chef Ramsay) este ágora culinaria con nuevo diseño, renovadas expectativas y buenas intenciones, esperanzados en que semejante compromiso sea suficiente para recuperar el vertiginoso y envidiable ritmo de artículos y comentarios del que siempre ha gozado.

Y para empezar a calentar boca, comenzaremos con una receta "marca de la casa", tan sencilla como exquisita, veterana ya en mis cenas ocasionales (circunstanciales o cotidianas) por su rapidez de elaboración, ligereza y polivalencia. Se trata, señores y señoras, lectores y lectoras, sibaritas y sibaritos..., de un simple pero efectivo "pecorino al tartufo bianco e rucola"... Sí amigos, ni más ni menos que un buen queso sobre lecho de hojas, rociado con exclusivo aceite de trufa blanca.

Y dirán ustedes -no sin cierta razón- ¿se puede escribir más de dos líneas con semejante receta...? Pues estén atentos al número y al color compañeros, porque su añorado Sr. Lobo, no sólo va a escribir bastantes más, sino que además les va a enseñar unas estupendas y frescas imágenes -de anoche mismo- con las que, a buen seguro, salivarán como hienas. Atenzione ragazzi!

Bien. Para empezar se hace necesario hablar de los ingredientes, el número de los cuales  estoy seguro no ha escapado a la acostumbrada agudeza y perspicacia que les caracteriza como lectores de este blog, esto es: queso, lechuga y aceite. Sin embargo, no se dejen engañar por la escueta apariencia del asunto ya que, aunque los componentes pueden ser los mismos en cualquier caso, la receta en particular lo es sólo en el que les expongo a continuación.

Pero ¡ah!... Detén tus dedos narrador, pues antes de seguir explicando este plato se me antoja necesario contarles, brevemente, el origen del mismo. Sus antecedentes se remontan a mi época italiana, en Florencia, cuando recién llegado y con las tripas ya pendientes de trabajar con productos autóctonos -más por hambre que por curiosidad-, seleccioné de la pizarra de una típica y bonita cantinetta  el panino que, por precio y nombre, parecía más contundente: "pecorino tartufato", 4500 liras.
De esta forma, mientras esperaba ansioso un buen ejemplar rebosante de carne o algo parecido, vi como el camarero cortaba un poco de queso, lo colocaba sobre unas hierbas desconocidas y lo rociaba con una botellita de aceite..., pañuelito de papel y tirando...
La primera sensación fue la cara de tonto que se me quedó con el bocadillo más caro de la lista en la mano, pensando en las muchas otras más baratas y recias opciones que había descartado, pero, al primer bocado la cara de pena se transformó en curiosidad, y más tarde en deleite y adicción, añadiendo dos nuevas palabras a mi vocabulario transalpino: pecorino (queso italiano de cabra) y tartufo (trufa); eso sin contar esa especie de hoja amarga y ácida que en España entonces apenas se conocía, la rúcula o rucola italiana.

En definitiva, que se trata de disponer de un buen queso, si es posible de cabra, y siempre con una curación media ("semi") o tierno -incluso fresco si se tercia-, pues es el que mejor conjuga con la ligereza de la rúcula y el sabor delicado de la trufa.


Así pues, lo primero que debemos hacer es la "cama" o "lecho" que formará la base de ensalada, por llamarlo así, de este plato. Como se ha explicado, para ser fiel al origen, además de un perfecto ensamblaje por su característico amargor y frescura -que equilibra perfectamente la textura grasa del queso-, se utilizará preferentemente rúcula, aunque cualquier tipo de lechuga sería válida, como la hoja de roble o una buena mezcla de brotes tiernos, más delicados que aquella pero con menos sabor.

Para contenerlos es preferible un plato de base honda, donde esparciremos las hierbas, sazonándolas abundantemente con sal gorda (para que penetre por todos lados), y posteriormente aliñaremos ligeramente con el olio tartufato, ya que también la lechuga debe estar aromatizada con el excepcional sabor de la trufa.

El aceite utilizado debe ser, si es posible, de trufa blanca, pues es éste el mejor y más caro de los hongos, exclusivamente silvestre y único del norte de Italia. Obviamente, aunque el aceite en cuestión (ya nombrado al principio de este blog, en la despensa) es costoso, será, evidentemente, mucho más asequible en precio y disponibilidad que el preciado tubérculo, encontrándolo normalmente en tiendas gourmet o, al menos siempre, en el oportuno "rincón" del recurrente Corte Inglés. 

Cuando lo utilicemos debemos tener en cuenta que la trufa es excepcionalmente aromática, por lo que debemos ser discretos -además de ahorradores- en este paso previo, moviendo la rúcula para mezclar el sabor de ésta y la sal.
A continuación, cortaremos el queso  en finas cuñas y lo iremos disponiendo ordenadamente por encima de la rúcula, casi cubriendo ésta y asentándola con su peso, para después rociar cada triángulo de cabra con unas gotas generosas del aceite trufado.


Así, el perfume "gaseoso" de la trufa blanca se mezcla con el frescor de la ensalada, invitando a comer, lo cual se hará acompañado de unos buenos piquitos -grissini si queremos continuar con el punto italiano- y siempre, como condición "sine qua non", utilizando las manos y nunca el tenedor.

Sí señoritas, se coge un pedazo de queso con los deditos, acompañándose de unas pocas hierbas (imprescindible esto último) para que su trayecto a la boca sea en feliz conjunción. Crujiente la rúcula y la sal, sedoso y aterciopelado el queso ungido de óleo. Jamás cometan el pecado de profanar esta comunión con unos cubiertos que envilezcan el natural recorrido de sus componentes. El sabor y las sensaciones no serían lo mismo, se lo aseguro.


Por otro lado, la polivalencia, ligereza y frescura de este plato admite todo tipo de riego, desde una fresca cerveza, hasta un espumoso (cava o champagne), vino blanco o rosado. Pero yo prefiero, sin duda, un buen tinto vigoroso, joven o con un poco de crianza; tipo chianti classico o rosso di montalcino si quieren hacer la gracia (eviten en este caso los supermercados), aunque también pueden dejarse de snobadas y abrir una apuesta segura, de la tierra, como un Barbazul roble del 2009 (Arcos), o, si quieren estirarse un poco más, un Pasoslargos roble 2005, de Ronda, por citar un par de ellos. Por cierto, ya les hablaré en otro artículo del singular "pinot noir" de los Aguilares, de cuya "medalla de oro" tengo reservada una botellita para la próxima cena, compadre.

Dunque, como ven, se trata de una receta fácil, rápida y ligera; pronta para cualquier noche que se tercie delante de un buen film, en amistosa o conyugal charla o, por qué no, para olvidarse de todo lo anterior.

Así pues amigos, no se corten. Pruébenlo, abran el puño y compren l'olio tartufato, aficiónense al placer de comer bien en cualquier momento y, sobretodo, a leer este panegírico gastronómico -y, si es posible, incluso a comentarlo-..., cocinen y coman como lo que son, y no como lo que parecen..., o al contrario, no sé.

Y recuerden..., al menos aquí siempre disfrutarán de dispensa.

Sr. Lobo.